Comer es la acción más repetida a lo largo del día, de ella depende nuestra
energía, salud y bienestar. Si únicamente comemos para sobrevivir, ¿por qué no
cocinamos lo mismo en una cena de trabajo que en nuestro día a día? Resulta
evidente que detrás de cada plato hay la voluntad de ser o aparentar, nuestra
carta de presentación.
La gastronomía va más allá de simple nutrición. Es un acto humano y como
tal cultural, más relacionado con la moda y la estética que con la
supervivencia. Una herramienta para demostrar al mundo quiénes somos y cómo
queremos que nos vean.
En el mundo antiguo la alimentación se convirtió en un espejo de rango y
superioridad para las clases dominantes. En sociedades pobres y rurales cómo la
medieval, donde el consumo de carne era restringido por su escasez, ésta se
convirtió en el alimento básico en las comidas de reyes y aristócratas. Carne
de caza y aves fueron consumidas en abundancia por estas clases, ávidas de
mostrar su riqueza y categoría. En el siglo IX el escritor Eginhardo describía
al poderoso rey Carlomagno del siguiente modo, “su cuello parecía grueso y corto y su vientre algo prominente […] de
muy buena salud, salvo el hecho de que, antes de su muerte, en los últimos
cuatro años le acometían frecuentes accesos fabriles, y al final incluso
cojeaba. Pero el de los médicos, a los que casi odiaba, porque le aconsejaban
que prescindiera de los alimentos asados”. Era frecuente que los reyes
sufrieran enfermedades como la obesidad o los ataques de gota derivadas de una
alimentación grasa e hipocalórica.
Los cocineros eran personas importantes dentro de la corte real, encargados
de cocinar espectaculares asados y todo tipo de platos elaborados capaces de
sorprender a los invitados en los banquetes, auténticos actos de exuberancia y
demostración de la cultura aristocrática.
La revolución industrial y tecnológica ha cambiado esta milenaria
trayectoria gastronómica. La abundante producción alimentaria y la
consolidación de la clase media nos han llevado a la democratización alimentaria.
Podemos comer en abundancia productos que antaño las clases populares no podían
ni imaginar.
Ante esta realidad las clases dominantes ya no ostentan con una gran
abundancia de productos cárnicos, sino que la alta cocina ha apostado por
ofrecer una calidad máxima en sus productos, aquello que la industria
alimentaria no puede garantizar. Hoy la distinción social se consigue con
elaborados y caros platos, no caracterizados por su abundancia, puesto que
todos podemos comer abundantemente, sino por la calidad del producto que
requiere un laborioso trabajo artesanal y no el rápido trabajo industrial.
Si mañana tenéis una cena de
trabajo en casa pensad en lo que servís, de ello depende no únicamente vuestra
nutrición sino vuestra imagen. Evidentemente vuestro jefe pensará cuando
empecéis a cenar, “dime lo que comes y te diré quién eres…”
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